viernes, 19 de marzo de 2010

Dos textos de Guillermo Fadanelli, muy acorde con los días, las horas, los segundos; el tiempo en que vivimos.


Letras


“¿En quién confiar?” Es la pregunta que las personas se hacen a menudo después de vivir la experiencia de una constante decepción política. Esta desconfianza va seguida de una duda evidente: ¿cómo se forman las personas una opinión no manipulada y certera acerca de lo que sucede a su alrededor? No es sencillo hacerlo pues los humanos se han atado a mundos que desconocen por completo y pocas veces saben de donde vienen incluso los alimentos que consumen. Trabajan en ordenadores acerca de los cuales conocen sólo el funcionamiento superficial y cuando se enferman acuden a hospitales en donde su palabra carece de valor a la hora de enfrentar la palabra del especialista. Para saber acerca de un tema desconocido escuchan a un experto o se informan a través de periódicos, noticieros o desde las infinitas parábolas que se reproducen en la red todos los días. La formación técnica se valora más que el conocimiento humanista (son los números, no las letras lo que importa en estos días) y por ende la concepción que vamos formando acerca de la buena convivencia, la moral o de las instituciones públicas no es el desenlace de la reflexión ni del conocimiento histórico, sino un acuerdo esquemático sin raíces que puede manipularse en cuanto su consistencia es endeble. Yo sigo bostezando cada vez que la tecnología da lugar a una nueva estrategia de comunicación. No creo que sea necesaria más comunicación, sino más sentido.
Las estadísticas se han convertido en religión para quienes tienen pereza de pensar y éstas sirven a cualquiera que las interprete según la orientación de sus propios intereses. Estamos saturados de estadísticas vacías, movedizas, alejadas de cualquier acepción de lo complejo. Cada década los asombrosos datos de pobreza mundial se repiten como un vals en el salón de palacio sin que se perciba en el horizonte un alivio en el dolor humano que estas cifras ocultan a causa de su común permanecer desligadas de lo real. ¿Cómo entonces echar una mirada por los alrededores sin sentirse perdido? ¿Qué clase de conclusiones se obtienen de toda esta confusión?
Me dirán que soy un cobarde, pero yo me he refugiado en la literatura. Son las palabras las que dan vida a las cosas, la mano de obra que fabrica objetos, no porque los nombra sino porque los inventa. De las buenas novelas he aprendido a conocer, no a acumular máximas, y este conocer no descansa en un método y sí en un desorden que uno administra como puede: con mesura o con miedo. El conocimiento es incompleto por esencia y eso se muestra en la literatura. Lo que ocurre es lo que ocurre más la palabra.
La literatura es conversación y es también un convivir del pasado con el presente. Las novelas no progresan (aún gozando de una refinada técnica literaria) porque son consecuencia de la tierra donde fueron escritas: son la cultura más el genio propio de quien las escribe, más el azar que se entromete. Y al ser relatos de un pasado que vive en el presente (o de un presente que descansa en el pasado) ofrecen por medio de la conversación entre lector y escritor conocimiento del mundo en que vivimos. Es justo esta razón la que me hace afirmar que la literatura nos puede dar algunas pistas para comprender nociones de justicia que ayuden a las personas a comprender la realidad y a convivir sin violencia en sociedades lanzadas como zombis hacia un futuro que se anhela sólo por mera y pura pulsión irreflexiva.
Leyendo novelas obtengo también nociones éticas sin tener que acudir o someterme a jergas técnicas especializadas en temas que me conciernen en la vida cotidiana. De allí que si la literatura crea mundo a través del lenguaje, entonces también puede ser un campo propicio para comprender las distintas caras de la justicia, la maldad o el carácter moral de la política diaria. Y no me parece absurdo pensar que -sin transformar en dogma ningún género literario- sea posible crear una crítica de las costumbres o una utopía moral que forme horizonte y permita saber en quién confiar dentro de las instituciones políticas.
P.D. Me he enterado hace unos días que la policía puede detener tu auto, catearte y tratarte como un sospechoso de robar autos. Carajo, pero si ellos son los principales sospechosos de la ciudadanía. ¿Cómo pueden determinar sus sospechas? ¿Están capacitados para hacerlo? Y la desconfianza continúa.


Médicos sin fronteras


Cuando me deprimo me tiro en la cama y veo televisión. Y entonces me doy cuenta de que toda depresión está justificada. Me imagino que cuando me acose la primera enfermedad importante no sabré qué hacer, acaso esperar que todo termine lo antes posible sin molestar a nadie. No es pesimismo, sino pudor. La semana pasada estuve muchas horas frente al televisor cambiando de un canal a otro sin reaccionar a casi nada de lo que pasaba ante mis ojos. Y no obstante mi abulia me di cuenta de que casi toda la publicidad de la que fui testigo tenía que ver con la venta de medicamentos. Durante horas un ejército de adustos doctores colmó la pantalla hasta convertirse en una desesperante alucinación (curaban desde un cáncer hasta las almorranas).
Cuando afirmo que los médicos tendrían que considerar tu cuerpo como una excepción y no como un caso más de la comunidad, es porque antes de curar lo primero que se debe hacer es conocer lo que va a ser curado. En cambio, lo que promueven estos personajes de bata blanca es que para curar se debe eliminar a las personas, es decir, “se puede curar sin mirar el rostro de los enfermos”. Aprovechándose de que los espectadores forman parte de un pueblo desprovisto de una educación básica suficiente y además son víctimas de un sistema de salud deteriorado y secuestrado por la burocracia, los laboratorios venden ilusiones y obtienen ganancias siderales y mal habidas.
No se ha progresado nada en los aspectos más importantes de la salud pública. Ha escrito H. G. Gadamer que un médico -si lo quiere ser en verdad- necesita ofrecer confianza a su paciente y al mismo tiempo limitar su poder como profesional. Tiene que evitar que el enfermo dependa de él, y sólo “obtendrá la perfección como médico cuando se repliegue sobre sí mismo y deje a los demás en libertad”. Ser libre ante un médico no significa desterrarlo de nuestra vida, sino demandar su complicidad y construir entre ambos el diagnóstico y los posibles caminos hacia la solución.
La escandalosa y efímera preocupación reciente por la obesidad y mala alimentación de los mexicanos es para mover a risa. Como si los obesos hubieran aparecido de la noche a la mañana y no fueran consecuencia de una degradación paulatina de los hábitos alimenticios de la población. Y todos esos médicos virtuales que sostenidos en su autoridad nos venden chucherías medicinales por televisión, son la más merecida contraparte de una sociedad que desconoce el significado de cuidarse a sí misma. El conocimiento de uno mismo pasa por las raíces de la educación pública en cuanto es necesario ofrecer no sólo un buen sistema de salud nacional, sino armas a las personas para que puedan defenderse de esta obscena andanada de mercaderes con bata blanca. En su libro Una receta para no morir, Arnoldo Kraus escribe: “Volvería a ser médico porque en muchas ocasiones los doctores pueden ser tan ‘buenos’ -me refiero a la bondad del corazón y no a la inteligencia-, como son los magos para los niños”.
Las palabras del doctor Kraus son esclarecedoras porque pese a lo que nosotros podamos saber acerca de nuestro propio cuerpo o de nuestra salud la cura siempre nos parecerá un milagro. Y un agradecimiento íntimo, sumado a la sorpresa de una súbita salud nos convierten en niños nuevamente. Volvemos a nacer. ¿Pero qué sucede cuando la relación entre un paciente real (es decir alguien que piensa por sí mismo y a quien no se puede engañar fácilmente) y un médico se erradica y se traslada a un espacio virtual donde lo único que importa es que el paciente carezca de rostro y que el galeno de carne y hueso sea sustituido por emporios, laboratorios y comerciantes que ofrecen sanidad al momento y al menor costo? Entonces el médico deja de ser un mago, para transformarse en un embaucador.
Comencé este artículo (o como quieran llamarle) diciendo que el día que me enferme seriamente seré pudoroso y no molestaré a nadie. No iré a los grandes Centros Comerciales de la salud privada porque allí si no tienes tarjeta dorada te dejan morir en la calle. Tampoco iré a las clínicas populares porque no me gusta que me traten como a una mosca. ¿Entonces? Me quedaré tranquilo en casa y a la espera de que un milagro suceda.